jueves, 9 de julio de 2020

Segundo documento (9 de julio de 2020)

LENGUAS EN MOVIMIENTO

HACIA UNA NUEVA INDEPENDENCIA:

ARGENTINA EN COMÚN

                      

 Las lenguas de la emancipación

La memoria del 9 de julio sigue siendo portadora de una fuerza fundamental en la historia de nuestros pueblos. Es el momento de la Declaración de Independencia, cuando nuestro país define formalmente la ruptura de los vínculos de las Provincias Unidas del Río de la Plata con la corona española. Ese gesto, que se aloja en la tradición revolucionaria, es de una magnitud política mayor; implicó la emancipación del orden colonial, su profundo sentido cultural se expresó en el carácter plurilingüe de la Declaración, redactada originalmente en castellano, quechua y aimara. Este 9 de julio de 2020 es momento de avanzar hacia una nueva Independencia. Una nueva independencia que pueda liberar a los pueblos ya no de las viejas monarquías sino de las nuevas formas neocoloniales de dominación contemporáneas -financieras, comunicacionales, judiciales- que son todas ellas modos de dominio sobre los cuerpos y las lenguas. Esta segunda Independencia encuentra al campo popular en una situación compleja y delicada. En este instante de torbellino pandémico, en el cual una porción ampliamente mayoritaria del pueblo argentino ha hecho propia la defensa de la vida sintetizada en la cuarentena, la puesta de cuerpos militantes en la calle sería una imprudencia vital. Por eso es necesaria la recreación de la idea de movilización social bajo formas de cuidado. Cuando los cuerpos están recluidos, deberán ser nuestras lenguas las que se pongan en movimiento vibrante, militante, enérgicas, festivas, y puedan declarar firmemente la necesidad de una Argentina popular, igualitaria, plebeya, asentada sobre un sistema de bienes comunes y de justicia social, soberana, emancipada, antipatriarcal y feminista, de identidades complejas, múltiples y abiertas. Una Argentina en común.

 

La pandemia y los nombres

 

El modo de producción y consumo dominante tal como lo conocemos ha producido la crisis del coronavirus. La pandemia mostró el tamaño de la desigualdad entre los Estados, la extensión de la precariedad laboral y la existencia de un conglomerado –político, empresarial, judicial y comunicacional– que construye la vida de vastos sectores sociales como vida descartable. Por otra parte, ha arrojado luz sobre la importancia de los Estados en tanto garantes de los bienes públicos, al mismo tiempo que ha dado cuenta de su precariedad, en parte como causa de las políticas neoliberales que los han vaciado de recursos y de legitimidad para avanzar en las grandes transformaciones colectivas que la sociedad necesita. En la actualidad nos encontramos extendiendo los límites de una soberanía bajo las formas en que es requerida como instrumento emancipatorio en el orden de lo alimentario, lo sanitario y del conocimiento; pero, a la vez, como apuesta por una economía igualitaria en un sistema de bienes comunes, que desborde la lógica en la que el neoliberalismo sopesa el trazado de las nuevas divisorias sociales de las vidas sacrificables.

 

Argentina está atravesada por una disputa política, que es siempre una disputa por los nombres: “Vicentin”, “expropiación”, “propiedad privada”, “soberanía alimentaria”, “alimentación como derecho humano”, “libertad”, “república”, “democracia”. Las cuestiones nominales y políticas en el fondo significan una disputa por la renta, por el sentido de lo común y por los significados que le damos a la palabra igualdad. Vicentin es el nombre infausto de la hora actual del país en un conflicto que vuelve a poner a los sectores dominantes de la Argentina en contra del pueblo. La iniciativa original del gobierno de presentar ante la Asamblea Nacional Legislativa un proyecto de expropiación de la empresa Vicentin ha tocado uno de los nervios más sensibles de la estructura económica y social argentina. Su historia es larga y compleja y por lo tanto urge indagar en sus capas más profundas.

 

Vicentin: una genealogía del capital agroexportador

 

La historia de Vicentin es la historia del gran capital nacional en la Argentina. Fundada en 1929, poco antes del inicio de la “década infame”, en pleno crack del capitalismo, en los comienzos de la Gran depresión económica mundial, se radicó en Avellaneda, norte de la provincia de Santa Fe, como un comercio modesto de acopio y ramos generales. Se desarrolló con el esfuerzo de pequeños productores nucleados en cooperativas que depositaron en la empresa la confianza para la comercialización de granos. La destrucción del modelo productivo orientado al mercado interno de un Estado de bienestar comenzado en 1946, fue horadando las bases productivas de la empresa hasta que en 1982 Cavallo estatizó la deuda privada y 2 millones de dólares de deuda de Vicentin pasaron a ser deuda del Estado. Durante esa última dictadura cívico-militar-eclesiástica la historia política de Vicentin muestra su costado más oscuro por la desaparición de 22 trabajadores, 14 de ellos delegados gremiales, difícil de consumar sin la participación o el conocimiento de los directivos de la empresa. 

 

A lo largo del siglo XX y los inicios del XXI Vicentin pluralizó y diversificó sus rubros: en el desmonte del algodón, en la molienda de lino, maní, soja, girasol, maíz, sorgo, en la producción y manufacturado de aceites, harinas, pellets, en hilandería y tejeduría, como distribuidora de carne y productora de biodiesel y bioetanol. Desde mitad de la década de 1980 posee una terminal de embarque propia (no es la única) en San Lorenzo, a orillas del río Paraná, eje fluvial y mercantil vertebrador de la Argentina, pieza relevante de cultura como ilustra la Oda al majestuoso río Paraná de Manuel de Lavardén, en la que se prefigura el propio nombre de la Argentina. Y más cerca nuestro, sin dudas, en la poesía de Juan L. Ortiz que evoca el nombre de los Tupac, palabra de origen incaico que aloja, en la profundidad de las aguas del río, la pluralidad y diversidad de las lenguas que necesita la Argentina para ser nombrada. Trazada esta genealogía, también Vicentin forma parte de la historia de nuestro país, del río y en lo que concierne a su historia política, está ensamblada con aquella de los grandes capitales nacionales, construidos a expensas de recursos públicos mientras se articula un mecanismo de evasión y ocultamiento de ganancias. Vicentin condensa nudos históricos que van desde la fundación de Avellaneda en 1879, las políticas migratorias que en esa región se conocen bajo el nombre de “pampa gringa”, las de reparto de la propiedad de la tierra, el exterminio y subordinación de las comunidades indígenas y la colocación de Argentina en los mercados internacionales, hasta la alianza de las oligarquías locales con el capital financiero y los ecos pasados y recientes del golpismo agroexportador.

 

Durante el gobierno de Mauricio Macri, el patrimonio de Vicentin creció exponencialmente. El Banco de la Nación Argentina, presidido por Javier González Fraga, sólo a lo largo de 2019, le otorgó 24 créditos y 39 préstamos; ya para junio de 2019 era la séptima empresa con mayor facturación en el país. Sin embargo, el destino de esa cuantiosa asistencia pública no fue a inversión productiva ni a mejora de las condiciones de lxs trabajadorxs, sino a la volarización del capital, el vaciamiento programado en complejas operaciones especulativas y triangulaciones internacionales en las que Vicentin se constituyó en un actor financiero destinado a la fuga de capitales. Una súbita declaración de cesación de pagos que deja a la empresa inviable para recomenzar su actividad cuando salta a la luz una estrategia de ocultamiento de activos y disminución de su patrimonio, a la par de un proceso de extranjerización de la compañía que extrema el predominio del capital transnacional en un mercado fuertemente concentrado.

 

Expropiación: fronteras entre capitalismo, democracia, Estado y nación

 

Las décadas de tartamudeo masivo de consignas neoliberales nos han inducido a una asociación inmediata entre corrupción y política, entre estafa y Estado. Es una urgente tarea política encontrar las palabras justas para nombrar la corrupción estructural privada, que no es tan solo un delito contra la propiedad sino contra los bienes públicos que sostienen la vida digna de millones de compatriotas. En este sentido, Vicentin también representa un símbolo inquietante del canibalismo del capital en su fase financiera-especulativa: la degradación de la fertilidad de la tierra por el monocultivo, la destrucción del medioambiente por la utilización intensiva de agroquímicos, la precarización del trabajo agropecuario por el sojuzgamiento gremial a manos del gran capital y, en un último gesto, la malversación del crédito productivo en maniobras especulativas. Decimos “canibalismo” porque las últimas décadas de Vicentin representan la voracidad del gran capital especulativo, financiero y concentrado respecto de los propios medios de producción que cualquier capitalismo requiere para su expansión productiva: tierra, ambiente, trabajo y crédito. Por eso creemos que es momento de recuperar la capacidad regulatoria pública en las actividades vinculadas al complejo agroindustrial. En definitiva, el nombre Vicentin es una pregunta urgente por el modelo de desarrollo, más aún en el contexto de descalabro económico y social producido por la pandemia.

 

Hay sectores de la sociedad que han salido a boicotear la cuarentena y a defender la empresa ante el temor al fantasma del comunismo o del populismo, sin reconocer que su expropiación beneficiará los intereses y deseos colectivos. Estas acciones nos obligan a pensar la naturaleza de las contradicciones. Sin dudas, la cuestión acerca de por qué hay dominación y no más bien libertad constituye el “núcleo duro” de la política que no debemos dejar de desentrañar. ¿Cuáles son las fuerzas que nos pueden movilizar a identificarnos con ciertas demandas que podrían ir en perjuicio de nuestras vidas? Es aquí donde el viejo enigma de la servidumbre voluntaria -¿por qué muchas veces se lucha por el sometimiento como si se estuviese luchando por la libertad?- debe complementarse con una interrogación sobre los procesos de sujeción y subjetivación. Porque siempre hay posibilidad para la política. Hay política y no simple dominación cada vez que logramos interrogarnos por la posibilidad de un orden social más justo y hacemos de ello una lucha por lo común. La colonización del Estado por las grandes corporaciones económicas tiene un correlato en la colonización de los sentidos y las conciencias por un individualismo posesivo en el que emerge la falsa discusión en torno a la propiedad privada. ¿Acaso no ha sido la misma Vicentin la que ha puesto en cuestión la propiedad de los pequeños productores, cooperativas, trabajadores, bancos públicos?

 

Somos conscientes de la deslegitimación que ha sufrido el Estado en estas décadas de monolingüismo neoliberal, resistido por cierto por la organización de la clase trabajadora. Somos conscientes también de las propias dificultades de gestión de un Estado desfinanciado en un marco de ineficacia legal afectado por los efectos de la prédica neoliberal y del desmantelamiento que en su nombre se le perpetró. Pero el Estado es también campo de lucha por el sentido común. Por eso acompañamos la idea de expropiación como una forma de impulsar lo público, esto es, de volver a vincular a los productores cooperativos con la tierra y los productos de su trabajo; como una oportunidad de rediscutir la relación entre exportación de materias primas, agroindustria, sustentabilidad ambiental y modelo de desarrollo nacional. Expropiar no es poner un bien a disposición de una corporación sino al servicio de una comunidad de productorxs y ciudadanxs. No de élites y burocracias.

 

La intervención de Vicentin y su constitución en una institución público-estatal a través de su posterior expropiación abre una discusión acerca de los sentidos de la democracia. Permitiría que el Estado pueda intervenir en un mercado tan concentrado y sensible como el de la producción de alimentos, promoviendo el derecho a la alimentación y la soberanía alimentaria. Posibilitaría tener un mayor control fiscal tributario sobre las divisas y sobre los puertos, esto es, sobre la riqueza que entra y sale de la Argentina. Inauguraría una interesantísima y postergada discusión acerca del modelo dominante del agronegocio; importante no solo para la Argentina sino para el mundo. A la inversa, si Vicentin no se transforma en patrimonio común y no se avanza en la dirección de un mayor control público de los grandes capitales que expolian la renta nacional, el Estado –fragilizado por el macrismo– quedará, entre otras consideraciones, con menos recursos para avanzar hacia una mayor distribución de la riqueza. En este sentido, expropiar Vicentin implicaría un movimiento, hacia la igualdad y la justicia social. Un leve pero fundamental movimiento hacia lo que toda “gran tradición” de pensamiento político democrático, nacional, popular y republicano concibió como fundamento de toda comunidad organizada: el cuidado de la cosa pública, de la riqueza comunal que produce y de la cual depende. Expropiar tiene el sentido de un paso inicial hacia una ciudadanía que garantice la participación en la herencia común para todxs, de manera de reconocernos lxs unxs a lxs otrxs en nuestras diferencias indeclinables como vidas dignas de ser vividas, en lugar de temernos como amenazas; para poder quebrar esa obsesión por el miedo al otrx que la derecha ha cultivado desde siempre.

 

Cuidar la democracia entre todxs

 

Entre las reacciones a la propuesta del gobierno preocupa la bravata secesionista proferida por un alto dirigente opositor y ex gobernador de Mendoza. La declaración es funcional a un capitalismo contemporáneo arrasador de la soberanía a través de políticas que vinculan economías de enclave o regiones pasibles de extracción intensiva de recursos naturales con el gran capital financiero global. Esa operación suprime de hecho la regulación legal que el Estado de Derecho impone para representar la soberanía popular y garantizar los derechos de lxs ciudadanxs. La “gran prensa” calibró las declaraciones del ex gobernador de una manera curiosa. Se intentó auscultar en el reclamo un efecto demostrativo –en las élites locales– de los procesos separatistas en la Comunidad Europea, desde los movimientos autonomistas en España hasta el Brexit. Esa perspectiva resuena en los discursos que se escucharon en las movilizaciones de Avellaneda en defensa de Vicentin, en la construcción mediática del “cordobecismo” y en esta suerte de “MendoExit” que pone en cuestión la propia integración nacional. Contrariamente a este imaginario globalizador antiestatista, en nuestra región los espasmos autonomistas vienen indefectiblemente a detener los procesos democráticos populares legítimos. Un caso emblemático en este sentido es el de la insurrección de “la media luna” en Bolivia.

 

Bajo el nombre de macrismo se indica una identidad política capaz de activar –incluso hoy– un conjunto de aparatos biopolíticos, tecnológicos, jurídicos, financieros y comunicacionales que son de orden nacional y global. En el vecino Brasil –laboratorio social y político de características fascistas y ultraneoliberales– el macrismo pasa a llamarse bolsonarización de la vida. La destrucción política, cultural, económica que el macrismo ha llevado a cabo en cuatro años no tiene antecedentes en la historia de la posdictadura. Ese conjunto de aparatos hoy (ab)usa la cuestión Vicentin para ocultar una trama desatada durante su gobierno. Se trata de las escuchas (i)legales cambiemitas, activadas contra opositores políticos, científicxs, académicxs, intelectualxs, obispos, que auscultaban también a cuadros políticos propios y propagandistas ideológicos regimentados en su matriz de poder. Las escuchas activadas por la AFI y aquellas llevadas a cabo para sobrevigilar a presos políticos y empresarios son escuchas (i)legales. Ilegales porque responden a la lógica de la inteligencia interior con fines privados –en beneficio de una facción política–, perpetradas por agentes al servicio del Estado nacional. Esa forma de acción que se sitúa en un umbral de indistinción entre lo legal y lo ilegal responde a la lógica de un orden mafioso. En efecto, estamos frente a una manifestación mafiosa del doble Estado oculto enquistado en las fisuras del Estado de derecho. Ese doble Estado oculto es una suerte de conjura secreta que cuando se anuda con los tejidos vivos y activos de la legalidad institucional crea fricciones con el poder constituido y genera para-estatalidad, para-economía, para-legalidad. Usar bienes del Estado en beneficio particular –a disposición de una facción política– es un delito que debe ser perseguido por el Estado de derecho, atacado en su justa iniciativa por la intervención y eventual expropiación de Vicentin. Es imperiosa la existencia de una oposición responsable y democrática, que aun con diferencias sustanciales, prevalezca frente a los sectores más reaccionarios.

 

Hacia una nueva Independencia: Argentina en común

 

La cultura dominante, sobre todo en contextos de monolingüismo global, oscurece y abandona a su suerte la riqueza, la diversidad y complejidad de las lenguas argentinas, tanto en lo que atañe a las variedades de nuestro español, sus rasgos regionales, inmigratorios, de mixtura y frontera latinoamericana, como a la presencia viva de las lenguas de pueblos y comunidades indígenas. Las lenguas quechuas, las tupí-guaraníes, las mapuche, el aimara, las mataco, el wichi, el qom, el mocoví, forman conjuntos de una economía lingüística en la que se inscriben tradiciones, miradas y legados culturales de extraordinaria significación. Se hablan en el país más de 15 lenguas, tanto en territorios específicos como en grandes conglomerados y periferias urbanas; excepto por las provincias de Corrientes que en 2004 estableció la cooficialidad del guaraní,  Chaco, que dio rango oficial al qom, el wichi y el mocoví en 2010 y Santiago del Estero que incorporó en su Constitución provincial un artículo en defensa y cuidado del quichua, sigue pendiente en Argentina la discusión sobre el carácter multicultural y plurilingüístico de su composición nacional. Esas lenguas, iluminadas en los procesos independentistas, quedaron sin embargo sepultadas en los enfrentamientos que dieron lugar a la construcción liberal del Estado, y más tarde en la genealogía y las prácticas de los saberes y disciplinas etnográficas de corte europeísta que las concibieron como parte de un mundo muerto. Un gobierno como el del Frente de Todxs, que vuelve a asumir una interrogación por lo nacional, por la convergencia y unidad latinoamericana, está en condiciones de abrir una crucial deliberación democrática acerca de lo que en esas lenguas, y con ellas, se expresa como causa histórica, de afirmación de identidades complejas, múltiples y abiertas.

 

Las sociedades latinoamericanas comenzaron el siglo XXI con una fuerte impugnación del modelo neoliberal y con una rediscusión del espacio de experiencias y el horizonte de esperanzas. Este proceso político latinoamericano de gobiernos populares y democratización social, interrumpido por el giro a la derecha de los últimos años que incluyó seis golpes de Estado, ha ido en sentido contrario al separatismo y la fragmentación regional; y deberá encarar ahora el problema central de la inclusión en la diversidad de las lenguas, los géneros, las clases y las identidades etnorraciales. La interseccionalidad democrática resulta impensable sin Estado de derecho y comunidad política nacional.

 

Hay un nervio democrático que vincula la expropiación de Vicentin con el problema urgente de cumplir con la política sanitaria del gobierno frente a la pandemia. En condiciones donde la vida está en juego, cuidar las medidas de aislamiento social preventivo y obligatorio, como así también las condiciones que hacen posible la cuarentena, se ha vuelto una cuestión política de primerísimo orden. Entendemos que la expropiación de Vicentin junto con una gran discusión sobre el impuesto a las grandes riquezas, la soberanía alimentaria y la renta básica universal, constituyen algunos de los instrumentos que permitirían la sostenibilidad de millones de vidas. Lxs argentinxs sabemos por nuestra historia reciente qué significa vivir en democracia: principio ineludible de preservación de la vida de todxs en condiciones de libertad, igualdad y respeto de la soberanía popular.


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